03 junio 2014

Reencuentro de almas gemelas.

Había una vez dos almas, que se encontraban allí donde habitan las almas, que no es un lugar, sino un estado, que eran profundamente buenas y llevaban toda su existencia juntas. Como es bien sabido, las almas alcanzan la bondad por las innumerables veces que ocupan cuerpos-mentes en el mundo de los hombres y su comportamiento en ese mundo. De hecho, ya habían sido reconocidas en el paleolítico superior, en lo que hoy es la Cueva de Tito Bustillo, en Ribadesella (Asturias). Estas almas habían estado juntas en todas sus vidas y como no, estaban juntas en el estado de las almas. Estaban profundamente unidas, pero debido a su inquietud, vivían su eterna vida revoloteando por todos lados y chicharreando continuamente. Solamente tenían periodos de descanso, con su mayor afición, que era sentarse muy juntitas y admirar el cielo, su limpio color azul, sus estrellas, las nubes con sus graciosas formas, el sol…



Tan revoltosas eran que hasta el Supremo llegaron las quejas de todas las almas tranquilas que habitan el estado de ellas y tanto fueron las quejas que las llamó a su presencia para decirles: “sois unas buenas almas, habéis ocupado muchos cuerpos a lo largo de vuestra larga existencia desde el inicio de los tiempos de los hombres, habéis vivido en el mundo sufriendo y ayudando a otras en sus cuerpos, pero tantas quejas he recibido de vosotras, que he decidido enviaros de nuevo al mundo para que podáis dar descanso a tantas almas tranquilas que me lo han solicitado” . Ellas como eran muy juguetonas, pero se querían tanto, se pusieron un poco tristes, hasta que una de ellas, la del pelo rubio, mas juguetona que la otra, le dijo al Señor: “nos parece bien Señor, pero te proponemos un pequeño juego con una apuesta. Si en esta ocasión nos llegamos a encontrar en el mundo de los hombres, no volveremos a ir allí y nos dejarás para siempre aquí, aunque sigamos siendo igual de revoltosas”. Dios divertido con la propuesta accedió de buen grado, aunque por algo era Dios, sabía que perdería la apuesta. Para ponerlo más complicado, idearon el juego de los bombos, que consistía en tres bombos. El primero contenía las identidades. Metieron varias identidades de hombre y de mujer, con distintos caracteres. El segundo el de los destinos. Dentro de este bombo introdujeron muchos lugares. Y el último el de los tiempos. En el introdujeron varias épocas. Realizaron el sorteo asignando a cada una de las almas una identidad, un destino y un tiempo de vivir en el mundo de los hombres. Y así las almas fueron enviadas…..
Desde el cielo, todos sus habitantes miraban divertidísimos el juego, pues además del propio divertimento, disfrutaban de una bien merecida paz, cuando un señor de bigote, cara seria y mediana edad se dirigió a comprar ropa a una céntrica tienda de Madrid. Buscaba entre las rebajas de camisas y encontró una de bonitas rayas azules sobre un tenue azul cielo. Las camisas se encontraban dispuestas en sus respectivas perchas, colgadas de una barra metálica de color del acero inoxidable. Sus manos se posaron sobre una de talla pequeña, por lo que con un leve movimiento, trasladó su mano sobre la siguiente percha, en el instante que otra mano se posaba sobre el otro lado de la percha. Las manos, sin ojos para ver, aunque si para sentir, tiraron con fuerza por ambos lados de la percha, descubriendo en su intento la existencia de los cuerpos que venían adosados a las manos. Se cruzaron sus miradas y entre un leve murmullo de disculpa siguieron con su insignificante tarea. El cruce de miradas fue suficiente para percatarse ella del traje gris que vestía el señor y para percatarse él, del bonito pantalón vaquero que ceñía tan lindo cuerpo.



Al final de la tarde el serio señor de bigote se refugiaba en la cafetería próxima al establecimiento de ropa. En las bolsas que descansaban en el lado derecho del taburete que ocupaba, se encontraban varios trajes de chaqueta, algunas camisas y distintas prendas interiores de caballero. Rápidamente entró en la cafetería la propietaria de las manos que habían insistido anteriormente por aquella bonita camisa de rayas azules. Sus manos, pequeñas, estaban llenas por las bolsas de ropa que colgaban con atrevidos nombres y colores. Sus miradas menos concentradas en la ropa, volvieron a cruzarse en el instante que la chica se subía sobre el taburete de la izquierda del serio señor de bigote. Sin pensarlo, ambos repasaron a conciencia la ropa que llevaba cada uno. Ella vestía una bonita blusa blanca con algo de escote, pantalones vaqueros ajustados (no tendría más de 35). Él, traje gris con corbata granate y camisa, también blanca (pasaba claramente de los 45). Fue primero él quien abandono el local, después de haber apurado el gran vaso de cerveza y de haber repasado a conciencia la figura de la chica. Ella con un gesto lo despidió, finalizando su café con leche, sin reconocer a aquel que había insistido por la misma camisa.



Era domingo, el sol lucía intenso en el cielo de Madrid. Un serio señor de bigote paseaba por la plaza de la villa de París, entre la Audiencia Nacional y el Tribunal Supremo. Como de costumbre los bancos estaban ocupados por mendigos que aún desperezaban sus cuerpos y sus botellas. El serio señor de bigote daba cortos pasitos, ataviado con ropa muy informal, concentrado entre las páginas de El Mundo. Por la esquina sur de la plaza, apareció una chica de apenas 35 años, vestida con una chaqueta de lana de angora verde y una falda de atrevidos colores. En su mano derecha lucía una correa en cuyo fin correteaba un grandísimo perro labrador negro. Casi en el medio de plaza, el serio señor del bigote y la acompañada señorita, tuvieron que desviar sus trayectorias para evitar el encontronazo. Un leve murmullo de disculpa se dibujó en las líneas de sus labios, al tiempo que la memoria del señor recordaba vagamente el encuentro en la tienda de ropa y la cafetería. Ella no recordó la circunstancia, debido a que tampoco había percibido el cambio de indumentaria del señor, aunque él tampoco se había percatado del alegre color que lucía ella en todo su cuerpo.




Pasaron los días y el velo del olvido cayó sobre las escenas vividas. Hasta que otro hermoso domingo de mayo, volvieron ambos personajes a encontrarse en la plaza de la villa de París. En esta ocasión el banco estaba sólo ocupado por el serio señor de bigote, que se encontraba a punto de finalizar la lectura de El Mundo. Ella con su grandisimo perro, se sentó a su lado sin percibir que la seria figura del periódico era el otro protagonista de aquellos breves encuentros. En esta ocasión las ropas del señor, eran totalmente distintas a las usadas en ocasiones anteriores, por lo que la señorita de menos de 35, volvió a no percatarse de los encuentros anteriores. Por el contrario el serio señor del bigote, volvió a reconocer aquellos pantalones vaqueros que tan bien se ceñían a los pilares de su cuerpo.



El perro libre de atadura se dedicaba a lo lejos a correr detrás de una linda damisela, mientras que su dueña se concentraba en la contemplación de aquel maravilloso cielo, adornado por una gran mancha amarilla. El serio señor del bigote, terminando el diario que recogía entre sus manos, comenzó a contemplar el pálido azul que rodeaba el contorno del sol. Ambos permanecían abstraídos en la contemplación del cielo, de las nubes y del sol. Los segundos volaban y se convirtieron en muchos minutos y las mentes de ambos volaban de igual manera, hacia lo más alto del cielo y tan alto volaban y volaban que llegaron al estado de las almas, allí donde no existen los trajes, allí donde las apariencias no aparecen, allí donde las personalidades se funden, allí donde fueron capaces de transformar sus ojos humanos en los ojos del alma. Y allí tan alto, en ese lugar que es estado, finalmente se encontraron. Todas las almas del cielo reían alborotadas por el final del juego. El vestía un hermoso traje gris con camisa blanca y corbata granate. Ella una linda blusa blanca con algo de escote y vaqueros ajustados. Y dentro de aquellas ropas aquellas almas encandiladas por los juegos y los chicharreos, que un día el Supremo, jugando a un juego, las había tenido que desterrar, para que ellas solitas se pudieran reencontrar.





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